miércoles, 24 de marzo de 2010

El invisible cumpleaños del Palacio

Por Lola Dirceu
Cuando vi su nueva piel en febrero de 2005, me espanté. La remozada epidermis me recordó una bolsa navideña de El Corte Inglés, estrellas de Belén incluidas. Maldije que aquel recinto fantástico de mi niñez y que daba sombra a los primeros skaters de mi adolescencia ahora mostrara esa horrorosa estampa verdosa y dorada como animando a comprar en los grandes almacenes con los que comparte plaza (Felipe II y estatua pendular de Dalí). Maldije que hubiera ardido por culpa de un soplete o vaya usted a saber qué intereses urbanísticos chungos de la Comunidad en 2001. Maldije que los recuerdos de aquel Atleti-Metaloplastika Sabac del 85 o esa final de Mundobasket 86 del gigante Tyrone Bogues hubieran quedado reducidos a escombros y cenizas. Maldije que el Estudiantes se quedara sin su casita. Aún siguen errantes los colegiales...


Con la pira aún en la retina, los puristas del rock se congratularon del incendio. Muertas las gradas supletorias, el velódromo y toda aquella caja de resonancia de mil demonios, ahora los conciertos sonarían como Dios manda (tampoco te creas que se ha avanzado mucho en acústica; para que lo llene El Barrio o Manolo García durante no sé cuántos días seguidos, mejor que hubieran levantado un Zara...).

El Palacio de los Deportes, tal y como los madrileños talluditos lo conocemos, acaba de cumplir 50 años ante el mutismo de las instituciones de Espe y Gallardón, la prensa y el anodino barrio de Salamanca. Ni una placa. Ni una mención. Nada. Toda alharaca para la centenaria Gran Vía. En su nacimiento el 26 de febrero de 1960, el Palacio vino a llenar el vacío del solar que había dejado una vieja plaza de toros. Entonces, se buscaba un recinto multiusos para acontecimientos indoor, al estilo del Palazzeto dello Sport que el arquitecto Piel Luigi Nervi había levantado en Roma. Simultáneamente, en París se alumbraba el Palais des Sport, otra joya. Si toda capital europea gozaba de su pabellón, el Foro no debía ser menos, que el tren de la modernidad y el eco mediático pasaba por el escaparate del deporte.

Según el Wikipedo, los arquitectos José Soteras y Lorenzo García Barbón proyectaron la obra del antiguo Palacio, que costó 56 millones de pesetas. Hasta que las llamas se lo zamparon, acogió baloncesto, gimnasia, jazz, patinajes, artes marciales, atletismo a escala y techado, veladas de boxeo, hípica, conciertos de los Bee Gees y hasta, si la memoria no me patina, exhibiciones de tenis donde un maduro John McEnroe montaba el numerito de “¿Bromea o qué? ¡¡¡La bola entró!!!”.

Tres años tardaron los obreros en terminar el nuevo recinto (de febrero de 2002 a febrero de 2005, planos surgidos del estudio de Enrique Hermoso y Paloma Huidobro). Por dentro, cojonudo. Por fuera, una caja de regalo. Tanto hoy como ayer, en el estreno de hace un lustro no hubo ni un homenaje a lo que sucedió en 42 años de eventos. Y fueron muchos. Para mi gusto, y dejando a un lado la melancolía rojiblanca del subcampeonato de Europa de balonmano (algo así como la final contra el Bayern de Munich versión Cecilio Alonso), me quedo con algunos destellos de gran basket, aunque perdiéramos con Rusia el Europeo de 2007 (ay, Gasol, Gasol).

Sin menoscabo del magnífico torneo que jugó hace dos años el Madrid frente a los Raptors (y donde empezó a descollar el mahonés volador, Sergio Llul) con cada entrada para, pongamos, el playback que canta Jonas Broters, deberían regalar el DVD del Open McDonald's del 88 donde Cargol se subió al bigote del mismísimo Larry Bird, con un Fernando Martín agigantado frente a Robert Parish y con un Quique Villalobos que demostraba que un escolta podía hacer mates delante de la mandíbula de Kevin McHale. Eso sí es historia.

Del 88, Espe sólo recordará hombreras, cardados y permanentes.