Todos los alemanes descorcharon champán la noche del jueves 9 de noviembre de 1989, los del Este y los del Oeste. En Dresde, una de las ciudades más castigadas por las bombas de la Segunda Guerra Mundial, las televisiones estuvieron encendidas hasta el amanecer. En las pantallas, miles de berlineses tomaban al asalto el muro, símbolo de la división entre Oriente y Occidente, entre el capitalismo y el comunismo, entre la libertad y el estado policial.
Uno de aquellos ‘ossies’ (alemanes del Este) que celebraba la soñada unificación pegado a la tele era Jörg Stübner (en la imagen), capitán del entonces poderoso Dinamo Dresden, el mejor conjunto del otro lado del muro. Apodado ‘la aspiradora’ por su facilidad para barrer todos los balones que pasaban a su alrededor, era el líder del campeón de la DDR-Oberliga, semifinalista de la copa de la UEFA de aquel año y una de las personas más esperanzadas en que el nuevo proceso reunificador significara de verdad un salto en su carrera como futbolista.
Por desgracia, sólo tuvo que esperar unas semanas para darse cuenta, igual que sus compatriotas, de que las cosas no iban a ser tan fáciles. La euforia de 1990 mutó en decepción. La caída del muro de Berlín supuso un trauma para los prósperos alemanes del Oeste. Su economía, una locomotora, tuvo que ralentizarse para arrastrar los pesados vagones de la República Democrática Alemana. El frenazo, que obligó al nuevo país a reinventarse, se prolongó durante una década.
Para los del bloque soviético fue aún peor. Aquellos ciudadanos del Este, vestidos con los trajes grises a la moda del Pacto de Varsovia, sin capacidad alguna de inversión y sin la formación necesaria para competir de igual a igual con sus hermanos del Oeste, pasaron a engrosar las listas del paro sin un Estado socialista detrás que protegiera sus empleos.
Para los del bloque soviético fue aún peor. Aquellos ciudadanos del Este, vestidos con los trajes grises a la moda del Pacto de Varsovia, sin capacidad alguna de inversión y sin la formación necesaria para competir de igual a igual con sus hermanos del Oeste, pasaron a engrosar las listas del paro sin un Estado socialista detrás que protegiera sus empleos.
Los equipos de fútbol del Este no fueron una excepción. Los Hansa Rostock, Alba de Berlín o Dínamo Dresden pasaron de ser conjuntos respetados en Europa a convertirse en segundones de una nueva Bundesliga donde dominaban los poderosos capitalistas del Oeste. El hooliganismo con tufillo neonazi afloró en unas aficiones cuyos componentes eran adolescentes desempleados y frustrados por el ninguneo de sus vecinos occidentales.
Como denuncia Karsten Blaas en su artículo ‘Rising in the East’ (del fancine ‘When saturday comes’), a la hora de fundir los dos campeonatos sólo se permitió que dos equipos del Este formaran parte de la primera división, otros seis pasaron a segunda y el resto tuvieron que conformarse con medirse a los filiales de los grandes en tercera.
Los pocos que sobrevivieron a esa catástrofe fueron mermados a golpe de talonario por sus hermanos ricos. Jugadores como Matias Sammer, el goleador Ulf Kirsten (del propio Dinamo) o Steffen Freund cambiaron la pobreza de Postdam, Pomerania o Prusia por la opulencia del Colonia, el impronunciable Borussia Moenchengladbach, el potentado Leverkusen o el depredador de estrellas Bayern de Múnich.
La parte más amarga de la historia la protagonizó el Dinamo Dresden. Después de ganar dos campeonatos seguidos en el Este, tuvo que adaptarse a las nuevas circunstancias que imponía la Bundesliga. En 1991, el club pasó de la propiedad estatal a manos de Rolf-Jürgen Otto, una suerte de Jesús Gil teutón con el mayor récord de procesos penales en su contra de toda Alemania. Ni los prisioneros nazis de Nüremberg acumulaban tantos cargos en su contra por corrupción y actividades criminales.
Después de cuatro años de ilegalidades, Otto acabó en la cárcel por no pagar impuestos y el club, a la deriva, fue descendido a tercera división, categoría en la que sobrevive en la actualidad pese a contar con un estadio y una afición de primera.
Su gran capitán, el disciplinado Jörg Stübner, representa la mejor metáfora de la gloria y la decadencia del Dinamo, el mejor equipo de la época. Su currículum, lleno de triunfos, no le sirvió para jugar en un conjunto del Oeste debido a su edad. Su fútbol representaba el viejo orden en un momento en el que se demandaba más fuerza y velocidad.
La depresión se apoderó de él y, poco a poco, fue convirtiéndose en un alcohólico. Como George Best, gastó mucho dinero en copas y mujeres y el resto lo malgastó. Como Paul Gascoigne, intentó suicidarse sin éxito y como Maradona, tuvo su segunda oportunidad en forma de partido homenaje a Ulf Kirsten: fue en el último encuentro disputado en su viejo estadio de Dresde en 2003. Y suyo fue el último gol de aquella cita.
Hoy, con una cancha renovada (en la imagen), el Dinamo Dresden busca los puestos de ascenso la segunda alemana.
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