Por Lola Dirceu
Muchos, muchos años antes de que Alkorta enterrara su cadera en el Nou Camp por culpa de la cola de vaca de un tal Romario (¿recuerdan aquel 5-0 del año 1994?), un paraguayo convertía a los defensas en berbiquís humanos, centrifugados sobre su propio eje. Su borceguí libaba el cuero, lo adhería a los cordones y, de espaldas, meneaba 180 grados sus hombros y trazaba un semicírculo imaginario antes de salir zumbando: coxis, ilión y sacro de los centrales a hacer puñetas.
A aquel lance se le acuñó el tornillo, aunque nadie pueda colgar un video en YouTube con jugada tan primorosa y original. Una pena que la era digital no homenajee a su autor, Eulogio Martínez. Los foros globales no hablan de la innovación de Cokito, uno de sus apodos, sino de la virguería de Romario el revientapistas. ¿Qué comentarista deportivo hace una mera gracieta, un símil, un recuerdo para el Abrelatas en sus retransmisiones? Menudo bárbaro un tipo que le metió siete goles al Atletico en la temporada 56-57... ¡y le anularon otros dos en el mismo partido!
Pues esta bestia venida de Asunción, además, desvirgó las redes del Nou Camp. Fue el inmigrante que antes que nadie cortejó a esa portería catalana, mocita burguesa y de infinita línea de fondo, y no tardó en penetrar entre sus travesaños toda la rabia guaraní. ¿Conocen estos detalles algunos fachillas boixos que se ponían tras esa portería?
Profesor con sobrepeso
En verdad fue una mágica tarde nupcial aquel coito del 24 de septiembre de 1957. A las cinco y dieceseis minutos consumaba el matrimonio con su chicharro, anotado a una selección de Varsovia venida de comparsa. Del tirón, se inmortalizaba en los anales del barcelonismo. Dicen que a Cokito le dio tanta alegría mojar, que se quedó colgado de las mallas, agitándolas en éxtasis, como esas madres que enseñaban las sábanas ensangrentadas del tálamo poco después de que su yerno hubiese desflorado a la hija. Así la honra quedaba demostrada ante el vecindario.
Siete temporadas estuvo en el Barça, dos en el Elche, una en el Atleti y otra en el desaparecido Europa. Vistió la camiseta de la selección de Paraguay y le dio tiempo a defender los colores de la España ¡¡del águila en el pecho!! en el Mundial de Chile 1962. Se retiró en el Calella, un modesto club en los sótanos de la Tercera catalana. Luego quiso montar un hotel y le hicieron la pirula con la pasta; fue un profesor de gimnasia con sobrepeso; trató, sin suerte, de meterse a intermediario de futbolistas, y acabó, gracias al presidente del Calella, regentando un bar, tras mil gambeteos económicos.
Su suerte se terminó de apagar en octubre de 1984. Tuvo un accidente de tráfico en el arcén de la autopista A-7 a la altura del km 204. Pinchó, y al tratar de cambiar la rueda, otro automóvil le arrolló. Pasó dos semanas en coma. Le enterraron multitudinariamente en Montjuic y allí reposa su osamenta de crack.
Uno de sus hijos, Julio César, bendito currante del vending de las máquinas de los bares, mantiene vivo el recuerdo paterno como vicepresidente del fútbol base de la penya calellense y alentador del Memorial Eulogio Martínez en el campo de La Muntanyeta. "El mejor amigo de mi padre fue Gustavo Biosca", me comentaba hace tiempo. Sí, Biosca, desgraciadamente más conocido por su romance con Lola Flores que por ser uno de los mejores centrales culés de la historia.
Si este año los jugadores del Barça ganan la Copa de Europa, que se besen, que den el morro como en aquella fiesta etílica ya hicieran Koeman y Stoitchkov tras el orgasmo de Wembley 92.
Pero los besos culés, en honor de Eulogio Martínez, mejor de tornillo que de vaca, por favor.
Muchos, muchos años antes de que Alkorta enterrara su cadera en el Nou Camp por culpa de la cola de vaca de un tal Romario (¿recuerdan aquel 5-0 del año 1994?), un paraguayo convertía a los defensas en berbiquís humanos, centrifugados sobre su propio eje. Su borceguí libaba el cuero, lo adhería a los cordones y, de espaldas, meneaba 180 grados sus hombros y trazaba un semicírculo imaginario antes de salir zumbando: coxis, ilión y sacro de los centrales a hacer puñetas.
A aquel lance se le acuñó el tornillo, aunque nadie pueda colgar un video en YouTube con jugada tan primorosa y original. Una pena que la era digital no homenajee a su autor, Eulogio Martínez. Los foros globales no hablan de la innovación de Cokito, uno de sus apodos, sino de la virguería de Romario el revientapistas. ¿Qué comentarista deportivo hace una mera gracieta, un símil, un recuerdo para el Abrelatas en sus retransmisiones? Menudo bárbaro un tipo que le metió siete goles al Atletico en la temporada 56-57... ¡y le anularon otros dos en el mismo partido!
Pues esta bestia venida de Asunción, además, desvirgó las redes del Nou Camp. Fue el inmigrante que antes que nadie cortejó a esa portería catalana, mocita burguesa y de infinita línea de fondo, y no tardó en penetrar entre sus travesaños toda la rabia guaraní. ¿Conocen estos detalles algunos fachillas boixos que se ponían tras esa portería?
Profesor con sobrepeso
En verdad fue una mágica tarde nupcial aquel coito del 24 de septiembre de 1957. A las cinco y dieceseis minutos consumaba el matrimonio con su chicharro, anotado a una selección de Varsovia venida de comparsa. Del tirón, se inmortalizaba en los anales del barcelonismo. Dicen que a Cokito le dio tanta alegría mojar, que se quedó colgado de las mallas, agitándolas en éxtasis, como esas madres que enseñaban las sábanas ensangrentadas del tálamo poco después de que su yerno hubiese desflorado a la hija. Así la honra quedaba demostrada ante el vecindario.
Siete temporadas estuvo en el Barça, dos en el Elche, una en el Atleti y otra en el desaparecido Europa. Vistió la camiseta de la selección de Paraguay y le dio tiempo a defender los colores de la España ¡¡del águila en el pecho!! en el Mundial de Chile 1962. Se retiró en el Calella, un modesto club en los sótanos de la Tercera catalana. Luego quiso montar un hotel y le hicieron la pirula con la pasta; fue un profesor de gimnasia con sobrepeso; trató, sin suerte, de meterse a intermediario de futbolistas, y acabó, gracias al presidente del Calella, regentando un bar, tras mil gambeteos económicos.
Su suerte se terminó de apagar en octubre de 1984. Tuvo un accidente de tráfico en el arcén de la autopista A-7 a la altura del km 204. Pinchó, y al tratar de cambiar la rueda, otro automóvil le arrolló. Pasó dos semanas en coma. Le enterraron multitudinariamente en Montjuic y allí reposa su osamenta de crack.
Uno de sus hijos, Julio César, bendito currante del vending de las máquinas de los bares, mantiene vivo el recuerdo paterno como vicepresidente del fútbol base de la penya calellense y alentador del Memorial Eulogio Martínez en el campo de La Muntanyeta. "El mejor amigo de mi padre fue Gustavo Biosca", me comentaba hace tiempo. Sí, Biosca, desgraciadamente más conocido por su romance con Lola Flores que por ser uno de los mejores centrales culés de la historia.
Si este año los jugadores del Barça ganan la Copa de Europa, que se besen, que den el morro como en aquella fiesta etílica ya hicieran Koeman y Stoitchkov tras el orgasmo de Wembley 92.
Pero los besos culés, en honor de Eulogio Martínez, mejor de tornillo que de vaca, por favor.
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